Puestos temporales.

Alfeñiques.


Después de la terrible y divertida aventura con el caníbal, Alberto y Oscar estaban ahora a salvo en otro puesto. ¿Cuántos puestos habían pasado mientras corrían entre los escarpados?


            —Ajá, así es, fuimos muy rápidos, a que sí, ¿verdad, Oscar?


            —Sí, claro, nos salvamos del jorobado… digo, del caníbal.


            —¿Cómo les fue en el recorrido?, ¿se divirtieron?


            —Por supuesto. —Alberto todavía jadeaba un poco por el esfuerzo en el frío del viento.


            —Ya lo veo. —Una imagen salió de una pequeña máquina—. Justo a tiempo. — Caminó hacia ella y tomó el pequeño recuadro.


            »Les faltó sonreír, jóvenes. —Les acercó el resultado, una ilustración de su desventura entre lápidas. Parece que había una cámara en lo alto, justo sobre el letrero de salida. De fondo se veía el caníbal, Alberto volteando y Oscar viendo hacia el frente, estaba un poco movida, como distorsionada por la mala calidad de resolución, las condiciones de luz y el movimiento.


            »Hay otras fotos como recuerdo de su huida espectacular, pueden elegir la que quieran, vienen incluida dentro del precio del recorrido. Por aquí, por favor. —En una computadora junto a la silla donde estaba el vendedor, se mostraban varias escenas de su carrera—. Son diez en total, elijan las que prefieran y se las imprimimos con gusto. —Oscar se agachó para verlas con más claridad, Alberto tomó la que había en físico.


            —Yo me llevaré esta, señor Secuaz del Profesor terror. —Oscar hubiera jurado que era Profesor malvado.


            —Por supuesto, permítamela para enmarcársela. —Se la regresó unos momentos, Alberto se juntó con Oscar y analizó las demás.


            »Parece que te vas a caer en ésta, amigo. —Rio Alberto y señaló la tercera.


            —Andaba leyendo una de las lápidas, creo que por eso salgo así. —Giró para hablarle al secuaz.


            »A mí me gustaría ésta, por favor. —Era la primera, donde estaban más cerca de la cabaña y el caníbal solo asomaba una parte del cuerpo por la salida. Las secuencias de imágenes parecían los recortes de un vídeo desde que salieron hasta que completaron su aventura. Seguramente el secuaz controlaba el acceso de las puertas desde esta computadora y tomaba las fotos justo cuando ellos salían, hasta el momento en que estaban a salvo dentro de la mina. Probablemente las lápidas eran para esconder los cables que comunicaban los dispositivos.


            —Claro que sí, jóvenes, en lo que les preparo sus fotos, pueden ver nuestras artesanías del recorrido. Un recuerdo de su travesía por la cabaña del caníbal. —Oscar y Alberto fueron a ver las vitrinas con las figuritas decorativas. Algunas parecían, como llamaban los antiguos, de plastilina; era un caníbal a escala corriendo, similar al de la foto que llevaba Alberto. También figuras del hombre lobo, de las dos brujas, maquetas del paisaje, fotos de la cabaña y tazas grabadas.


            »Aquí están sus recuerdos. —Les entregó los dos cuadros envueltos en una especie de papel acartonado, como si fuera periódico viejo, solo que más suave y del mismo tono—. Son sus trofeos de victoria al haber escapado de la muerte.


            —Gracias, buen secuaz, ¿cuál es el mío? —El vendedor le indicó el que tenía escrito un siete, el que tenía un uno correspondía a Oscar, seguramente era la numeración de las imágenes conforme se tomaron.


            —Que amable. —Oscar tomó la suya—. Yo no voy a querer nada más, me gustaría seguir viendo los puestos antes de comprar nuevamente.


            —Yo sé que quieres. Oscar, te conozco. —Risas de Alberto.


            »Tenga, secuaz malvado. —Que se decida. ¿No era del terror? Le dio la tarjeta y el vendedor se cobró, le entregó un comprobante de pago y Alberto se lo proporcionó a Oscar—. Aquí tu segundo recuerdo. —El secuaz sonrió, al parecer se le hizo raro que alguien coleccione comprobantes.


            —Que tengan buena noche, si quieren volver a probar su suerte, pueden regresar al puesto de entrada, es el antepenúltimo antes del supermercado, conocen el camino…


            Se despidieron y salieron al camino principal, voltearon rumbo al supermercado, habían avanzado más de veinte puestos, tenían un largo camino que recorrer antes de llegar con Adriana. Comenzaron a caminar, Oscar ya tenía dos comprobantes guardados en el mismo bolsillo. Cada uno llevaba en la mano su respectivo recuerdo de la desventura con el caníbal.


            Iban calmadamente entre los puestos, había algunos que eran juegos raros, casi todos eran manuales. Otros, ventas de recuerdos. Una que otra zona para comer. Mucha gente estaba dormida, parecía que no se daban cuenta de que todavía había turistas, incluso podían jurar que no todos tenían gente que atendía.


            Oscar vio a Adriana unos puestos más adelante, estaba probando algo y se había comprado una especie de bolsa donde tenía guardado todos los artículos conseguidos.


            —Hola, amiga, ¿qué venden aquí? —Alberto saludó y se inmiscuyó en lo que hacía Adriana en ese puesto.


            —Hola, son chocolates, eso me han dicho. —Volteó a ver a Oscar que iba un poco atrás de Alberto, que ya comenzaba a analizar los dulces del negocio.


            »¿Cómo les fue?, ¿les dio miedo?


            —Hola prima. No, para nada, estuvo muy divertido, sí es una experiencia familiar, aunque no de todos los gustos, no es algo peligroso, a ti, ¿cómo te fue?


            —Yo compré esta pequeña bolsa. —Le tocó un hombro a Alberto—. Por cierto, tengo que pagar por esto, es aquí a un par de puestos…


            —Claro, claro, no hay problema, nada más pruebo un chocolate y voy a pagar. Buenas noches, señora chocolatera nocturna. —Ya no le importaban los nombres, comenzaba a llamarlos curiosamente, tenía más confianza—. ¿Puedo probar uno?, ¿qué cuestan?, ¿a qué saben?


            —Buenas noches joven. —La vendedora se mostraba cohibida, ¿o solo será que tenía sueño?


            »Estos de aquí son chocolates, los de acá alfeñiques, también tenemos dulces para la ocasión. —La mayoría eran de caramelo macizo con formas de cráneos, huesos o figuras geométricas, siempre de colores llamativos.


            —¿Este de aquí qué es? —Alberto señaló un cráneo más grande que los demás dulces.


            —Esas son calaveritas de azúcar, muy ricas, ¿gusta probarlas? —Alberto aceptó una de menor tamaño, la vendedora la sustrajo de la sección de alfeñiques, había una gran variedad de formas. Oscar pudo distinguir calabazas, cañas, manzanas, peras, algunos panes, plátanos y muchas frutas más, pero no solo de artículos comestibles; encontró zapatos, ropa, balones, animales, personas, calaveras e incluso trastes de cocina, perfectos para hacer toda una maqueta completa de esas artesanías.


            —Tiene un sabor muy dulce, además de ser dura. —Alberto había tratado de morderla, pero le costó trabajo, así que solo la lamió.


            —Están hechas de azúcar, es mejor disolverlos con la saliva, son muy ricas. —Le acercó una con forma de naranja—. Esta tiene esencia cítrica. —Alberto le cedió su recuerdo del recorrido a Oscar, luego tomó la nueva golosina y se la metió a la boca.


            —Es un sabor muy fuerte —dijo mientras se pasaba el alfeñique entre la lengua—. Es como una naranja demasiado dulce, no sabe para nada agrio. —Se dirigió hacia sus amigos.


            »¿Quién habrá inventado estos dulces? Son muy creativos. —Oscar sabía un poco del tema.


            —Esos dulces han sido la mezcla de varias culturas de la antigüedad, mucho más viejas que la época en la que estamos. Conforme pasaba el tiempo, se unieron las técnicas árabes, junto con las españolas y las indígenas de América, ya saben, civilizaciones inexistentes hoy en día, bueno… saben a lo que me refiero.


            »Era costumbre que en ciertos lugares se vendieran estas obras de arte comestibles, toda una tradición como las artesanías que vimos de las calaveritas profesionistas.


            —También tenemos chocolates por si quieren probar. —La vendedora ignoró lo que había dicho Oscar y continuó con sus exhibiciones.


            —A mí me gustaría probar la que tiene forma de corazón —dijo Adriana.


            —Puede tomarlo jovencita. También hay chocolates con granos de café y algunos con sabores especiales, como naranja, menta, fresa y muchos más. Pruébenlos, sin compromiso. —Al parecer la vendedora ya estaba más despierta que cuando llegaron, tal vez le hacía falta platicar con alguien.


            Adriana tomó una pequeña figurita con forma de corazón. Alberto eligió una con forma de tambor, pero no se decidía a comérselo hasta terminar con sus dos alfeñiques. Oscar siguió viendo todas las artesanías que perfectamente podrían estar en un museo de comestibles, es sorprendente que algo tan artístico se vendiera en un puesto tan pequeño, aparte de ser toda una tradición de mezclas de varias generaciones. Debería estar como patrimonio de la humanidad, no como un aperitivo típico de la región.


            —¿Qué les pareció?, ¿quieren que les ponga en una bolsita chocolates y alfeñiques?


            —Están muy ricos los chocolates. —Apenas se había pasado el suyo Adriana.


            »Yo voy a querer varios corazones más… también de los de fresa, ¿cuáles son? —La vendedora le señaló unos rectángulos simples sobre una charola rosa, tenían un decorado de fresas y algunos de flores, además de calaveritas—. Son muy bonitos, sí, también quiero de esos, por favor.


            —Llevaré varias de estas calaveritas… mejor una figura de cada una, quiero probarlas todas, no soy muy adepto al chocolate, prefiero estos dulces creativos. Ah, también una de esas grandes, por favor. —Refiriéndose a un cráneo sumamente decorado—. Que sean tres mejor, ¿cuánto tiempo pueden durar sin que se arruinen?


            —Alberto… son dulces, aunque parezcan decoraciones, son para comerse.


            —Bueno, mucha gente los guarda y nunca se los come, al menos eso es lo que se ha contado entre generaciones, no hay mucho escrito al respecto. Se pueden ver varias fotografías de altares de muertos de la zona donde ese símbolo no podía faltar, tampoco un pan… un pan de muertos, no eran muy originales en los nombres —Oscar dijo esto último un poco más bajo.


            »Pueden durar varios días sin ningún problema, pero lo mejor es que te los comas. Tiene razón Adriana, aunque sea algo hermoso, es comida. —Alberto contemplaba el pequeño alfeñique que tenía en la mano, parecía que hablaba con él.


            »Si te sientes mal disolviendo una obra de arte, puedes tomarle una foto con tu celular para guardar el recuerdo… —No pudo terminar la frase porque Alberto lo interrumpió.


            —¡Perfecto!, Oscar, ¡eres un genio!, quiero que nos tomemos una foto en este puesto con todas estas artesanías, que ojalá fueran de otra cosa y no de algo comestible. —Se escuchó un poco triste.


            »Adriana, no quieres sacar a Colmillos y a … —hizo una pausa. Caroline, le recordó Adriana—. Sí, a ella, la pequeña artista. —Se volvió a la vendedora, sacó su celular mientras ocultaba su otro alfeñique, con el que estuvo hablando, en la boca junto a la naranja que comenzaba a perder forma.


            »¿Nos puede tomar una foto, por favor?, con las tres calaveritas grandes por favor, vamos amigos, elijan su compañero esquelético de la temporada, yo los invito.


            Adriana eligió una con una gran cantidad de decoraciones rosas, rojas y flores moradas. Oscar eligió una, como no, con colores marrones, que eran muy escazas. Mientras Alberto sonreía con una azul, verde y que parecía tener un sombrerito naranja, se veía como si fuera la más decorada de todas. Acomodaron todos los recuerdos como pudieron, incluso abrieron los cuadros del recorrido y tras unos breves tropezones, lograron quedar listos para su inmortalización en foto de sus aventuras terroríficas para la familia, todos sonriendo.