No me siento bien.

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Iba de regreso a mi vieja escuela universitaria, era un evento importante el que se realizaba y tenía que ir, más que por gusto, la realidad es que requería una serie de papeles para un trámite que necesitaba en el trabajo.


            Manejaba en mi auto que había conseguido después de salir de la universidad. Estaba haciendo una brisa terrible, como nunca en la vida la había visto, los árboles se movían salvajemente, parecía que fueran a perder sus hojas o incluso las ramas en cualquier instante. Algo extraordinario, podía sentir el auto menearse con el vendaval que lo golpeaba desde la izquierda.


            Resultaba impresionante ver como volaban toda clase de objetos, desde basura hasta algunas prendas de vestir. Hablando de ellas, las pude encontrar colgadas en la copa de un árbol cuando crucé el semáforo en una intercepción. Nunca había visto que la ropa saliera flotando con la tempestad del clima, aminoré la velocidad viendo hacia arriba, era una especie de suéter color rojo. Que mala suerte para esa persona.


            Me estacioné a unos metros del campus para ir a sacar unas copias e impresiones. La clemencia del vendaval era nula, la lluvia comenzaba a incrementarse. Parecía venir de lado, en lugar de arriba como debe de ser, algo espantoso.


            Me bajé corriendo e ingresé a la papelería que tenía la cortina medio cerrada para evitar percances con el frío que entraba arremolinándose en el interior. Fui afortunado, estaban a punto de terminar las labores por el día, al menos mientras duraba la tormenta. Se iban a refugiar en ese lugar hasta que todo estuviera más tranquilo, me preguntaron si deseaba acompañarlos, creo que para evitar enfermarme o que algo me pasara. Solo les agradecí el detalle y salí rápidamente para meterme de nuevo al auto y dejarlo en el estacionamiento de la universidad.


            Cuando estaba abriendo la puerta, me di cuenta de algo muy extraño. Unos niños corrían por una calle enlodada, supuse que temblaban de frío y no tenían refugio próximo. No sé ni como, pero la conciencia me obligó a postergar lo que veía más importante en ese momento. Me quité la chamarra a toda velocidad, cuidando de que los papeles que ahí guardaba, en un fólder plástico, no se mojaran. Como verán, me encontraba bien preparado.


            Iba con prisa para tratar de ayudar a los pequeños. Dejé los documentos dentro del auto y salí, cubriéndome la cara para poder ver el piso, ya que me era imposible enfocar a más de un metro con ese fenómeno brusco que parecía no terminar jamás.


            Llegué torpemente a la calle con el lodo y caminé rápidamente por los charcos, sin importarme si me ensuciaba en lo más mínimo. Me dirigí hacia donde había visto a los pequeños. Buscaba darles un cobijo en mi auto para que estuvieran refugiados o, de última instancia, pedirle a los de la papelería que los ayudaran para que no sufrieran de su salud, que sin duda era peor que la de un adulto como yo.


            Pobres niños, no los podía encontrar, era como si se hubieran esfumado en la nada, parecía que el viento se los había llevado con toda su fuerza y los hubiera arrojado lejos, tan inalcanzables de mi ayuda y del cuidado humano.


            Sentí una lástima tremenda, sin poder hacer nada por ellos ni encontrarlos. A pesar de que no eran mis hijos y los desconocía, me rompía el corazón saber que estaban sufriendo en esos lugares, en aquellas circunstancias hostiles, con una calle tan enlodada que parecía que pronto sería un arroyo. Tenía que darme prisa, podían correr peligro o incluso estar en una situación mortal.


            Observé a lo lejos a una joven correr hacia unos departamentos y abrir rápidamente la puerta que no estaba bien cerrada. En lugar de entrar y cubrirse de la intemperie, se me quedó viendo, con la mano todavía en el portón. Me di cuenta de que me estaba invitando a pasar, sospechando que yo vivía en uno de esos cantones. Creo que la miré durante una eternidad, sin saber que hacer, hasta que noté que atrás de ella se podían ver unas huellas frescas de unos pies pequeños que habían corrido por ahí, dejando unos charcos húmedas y recientes, ¡eran las pisadas de los niños!


            Al final habían conseguido llegar a su apartamento y no necesitaban ya de mi ayuda. Fue ahí cuando me di cuenta de que no traía mi chamarra y me estaba empezando a helar. La joven seguía amablemente en el umbral, esperando mi llegada. No supe que hacer en realidad, más que alzar la mano en gesto de agradecimiento y sonreír avergonzado.


            Me di la vuelta, no supe después que fue de la joven amable que me había tendido refugio, tal vez ella sabía que yo no pertenecía a esas viviendas, pero, al verme debajo de la lluvia, tiritando, sin abrigo que me ayudara, se preocupó por mí y quiso protegerme como yo lo intenté con los niños. Si hubiera sido más chico de edad, habría entrado para evitar la tormenta, pero tenía actividades que realizar y ya iba tarde.


            Corrí torpemente por los charcos que me llegaban a la pantorrilla, temía hundirme en un hoyo o quedarme atorado en algún lado, incluso me aterraba resbalarme y caer al fango. Por fortuna, llegué a salvo al auto.


            Aunque logré un éxito, solo fue en vano. El vehículo estaba cerrado, los papeles se encontraban resguardados en el asiento, libres de la humedad. Yo era una sopa viva, escurría peor que en un sauna, toda una pesadilla gélida. Busqué desesperadamente mi chamarra, ahí debían de estar mis llaves. Por fortuna, o por desgracia, no estaba dentro del auto. ¿Dónde la pude haber dejado?


            Me agaché para revisar debajo del coche, solo había un riachuelo que se llevaba el lodo de la calle sin pavimentar, pero nada más. Arriba del vehículo tampoco estaba.


            Comenzaba a perder la paciencia. ¡¿Dónde podía estar mi maldita chamarra?!


            Le di unas tres vueltas al auto, como un perro siguiendo un olor que no logra reconocer. Me sentía ridículo, era una broma del destino.


            Resignado, me fui a parar debajo de un árbol que no me servía mucho porque la lluvia me llegaba de igual modo. No sabía si lo hacía para protegerme de la tormenta o para pedir un rayo y acabar con todo esto. Me quedé ahí, quieto y sumiso a la intemperie. Como una hoja esperando ser llevada por la corriente, sin voluntad alguna. No hacía más que abrazarme a mí mismo, temblando de frío, probablemente tendría los labios morados.


            Era una pena, una tragedia que pude haber evitado.


            En eso se me ocurrió una idea, pensé en aquel suéter rojo que estaba en la copa de un árbol. Volví la vista a la flora, pero no veía nada. Ya que me encontraba mojado, no me importó caminar unos pasos para buscar en las ramas, y… ahí se hallaba. ¿Cómo habría llegado hasta ahí arriba mi chamarra?


            Maldije en voz baja, aunque lo hubiera gritado, tal vez nadie habría escuchado.


            Busqué primero mis llaves por el piso del árbol, no había nada, caminé en las proximidades con el mismo resultado. Seguramente seguían ahí arriba, dentro de un bolsillo. No había de otra, tendría que subir. Ya no era por la chamarra, sino por mi vehículo. Si la prenda se iba al techo de las casas, la perdería por siempre, es decir, ya no podría entrar a mi carro nunca más.


            Como si fuera una burla, totalmente sin esperanzas, comencé mi travesía. Con las manos lo más firmes que pude, inicié el acenso. En varias ocasiones estuve a punto de perder el equilibrio y caer. Permanecí tentado a quedarme a medio camino, cuidándome de las ráfagas mojadas que me llegaban como cachetadas del clima, directo a mi orgullo. Mientras estaba en una zona cómoda, donde no me caía con facilidad a pesar del vendaval, volteé para abajo, seguramente me encontraba a menos de dos metros, todavía me faltaba la mitad para mi objetivo. Las ramas superiores eran más delgadas, tal vez si las meneaba podía caer la prenda. Justo cuando lo iba a hacer, se me vino a la mente una terrible imagen, ¿si al mover las ramas, la chamarra se libera y se va volando con el viento, directo a mi perdición?


            Recapacité mientras percibía ese lodo tan asqueroso que se impregnaba en mis pies y que comenzaba a serme muy incómodo en el calzado. Podía sentir el agua marrón por la tierra, surcando entre los dedos de mi pie, como si eso le causara gracia al destino.


            Me encausé sobre mí mismo, parado como un pájaro en una rama, totalmente erguido viendo hacia el objetivo. El viento me empujaba, queriendo arrojarme del árbol. Me estiré agarrándome de una rama que parecía firme después de todo, alcé mis pies, luego de dos intentos fallidos donde mis zapatos resbalosos cedían a la humedad del tronco, por fin hice agarre y me incorporé como un felino. Ahora solo necesitaba extenderme lo suficiente para llegar a la chamarra y comenzar mi descenso.


            Escuché a unas personas corriendo abajo, estaban huyendo de la tempestad, las seguí con la vista, se trataba de dos jóvenes que se dirigían hacia la universidad, seguramente eran estudiantes. Se me escaparon de mi mirada vigilante, como un lagarto que avecina el peligro desde la seguridad de su rama y lo observa alejarse.


            No sé cuánto tiempo permanecí en esa posición, el frío mermaba en mí, quería quedarme acurrucado en forma de ovillo, así perseveraba más el calor, aunque fuera poco. Era una situación lamentable, todo por unas llaves.


            Pensé en bajar e irme corriendo como aquellas mujeres, tal vez si estuviera en el piso, lo habría hecho, pero ya estaba a escasos centímetros de mi objetivo, solo necesitaba estirarme y alcanzarlo con las puntas de los dedos. No era tan complicado.


            A pesar de la simplicidad de mi plan, no podía moverme. Era como se me hubieran congelado los músculos en ese ambiente helado con ráfagas groseras de viento, mezcladas con lluvia fina que me escurría por todo el cuerpo, dejando caer una especie de líquido café derivado del lodo por el que había cruzado cuando fui a buscar a esos niños.


            Cerré los ojos, no sabría decir si recé, quedé dormido o incluso me desmayé; pero cuando los abrí de nuevo, sin saber cuánto lapso había pasado, vi que el vendaval había disminuido y mis fuerzas se estaban recuperando.


            Hice acopio de toda la voluntad y me estiré lentamente, sintiendo un frío terrible en todo el cuerpo. Casi me sigo de largo, perdiendo el equilibrio y cayendo de una gran altura. Afortunadamente mis músculos agarrotados del brazo me sostuvieron lo suficiente para que las piernas recuperaran su posición adecuada y pudiera alcanzar mi chamarra. Cuando por fin la hice mía, la arrojé con coraje al suelo, lo cual tal vez no fue una buena idea, pero sentía una furia que no era normal. Todo lo que tenía que hacer por unas ridículas llaves.


            Vi flotar mi prenda unos momentos para después estrellarse en la pared, quedando en el piso, bailando una danza amenazadora que me advertía el inicio de una carrera en cuanto yo estuviera cerca. No podía permitir que siguiera sucediendo todo ese desastre. Bajé torpemente un poco y me arrojé al piso, cayendo mal y lastimándome un poco los pies.


            Quedé tendido sobre mis rodillas, con las manos firmemente apoyadas en el pavimento, parecía que estaba orando frente a un edificio religioso. El viento levantaba mi playera y metía su fría agua en mi piel, creando una sensación brutal, como si me bañaran con hielos.


            Me encaminé aún con dolor y, dando tropezones, llegué a mi chamarra. Pisándola con una mezcla de odio y triunfo, sentía que me encontraba matando una cucaracha y con eso extinguía toda la plaga de esos bichos de la faz de la tierra.


            Ahí estaban mis desgraciadas llaves. La dichosa prenda pesaba una exageración, tal vez por eso se quedó en el piso y no se fue volando como aquel suéter que había visto. La arrojé a la cajuela, sin importar mojar el interior. Me metí finalmente en el auto y comencé una vergonzosa ida a la universidad. Mi plan era quedarme en el estacionamiento hasta que se quitara del todo la lluvia, después… no sabría qué hacer. No me iba a presentar todo enlodado, me tenía que ir a cambiar.


            Cuando di la vuelta a la calle, en lugar de ingresar al estacionamiento, decidí seguirme para ir a casa. No me sentía bien, moqueaba agua, era como si la lluvia estuviera también dentro de mí.


            Solo que no estaba preparado para el siguiente reto del destino. Se había deslavado un pequeño cerro de lo más insignificante, dejando un lodazal en la calle sin pavimentar. Las pobres jóvenes que vi correr, quedaron atrapadas ahí, como estatuas movibles de las rodillas para arriba. Se encontraban abrazadas con los labios morados, temblando de frío, sin poder salir de su pesadilla.


            Así que no era el único que la pasaba mal.


            Desconocía si el vehículo iba a poder pasar por ahí o si me quedaría atascado también, pero mi débil corazón me obligó a ayudar a esas personas que estaban en una peor situación que la mía. Afortunadamente el auto se portó bien, lo estacioné a un lado de ellas, a un metro de distancia para que pudieran entrar por la parte derecha. Puse intermitentes y abrí la puerta del copiloto, mi intención era jalarlas para que pudieran salir de su trampa. Lloraban terriblemente, tan jóvenes, unas estudiantes de universidad que apenas comenzaban su vida adulta. Se encontraban totalmente empapadas.


            Sentí que lo que me había pasado era algo insignificante en comparación con esas pobres mujeres. Que egoísta me sentí.


            Coloqué un pie en el fango, para retirarlo rápidamente y ver hasta donde podía hacer acopio de la superficie sin hundirme o quedar varado, al parecer estaba en un lugar firme. Pisé con mi pierna izquierda, procurando dejar la derecha como soporte dentro del vehículo, en caso de que se me atascara mi punto de apoyo en el lodo.


            Tomé de las manos a una de ellas, que se había doblegado como una hoja de papel, la jalé fuertemente, concediendo unos cuantos centímetros hasta que escuché su grito, al parecer la había lastimado. Cedí al impulso y la solté, grave error, cayó de frente al lodo, sin nada que hacer, más que hundir las manos y la cara en los terrones sucios y mojados.


            Me arrojé inmediatamente al fango, hundiendo los dos pies hasta el fondo que me llegaba a la pantorrilla. Muy espesa la masa en la base, así que me servía de agarre perfecto para poder usar todas mis fuerzas y levantar a la pobre chica. La tomé de la ropa por la espalda, ella estaba con las dos manos hundidas, viendo al piso, seguramente lloraba con más intensidad. Como notaba que faltaba un sitio por el que levantarla, no me importó el pudor y la tomé desde las costillas, de la parte inferior, sin preocuparme si la manoseaba en zonas que no debía, eso era lo de menos. Se trataba de una emergencia. Logré desprenderla de la parte superior, ahora solo me faltaban las piernas.


            Al haber caído de su posición original de como la había encontrado, el lodo en la parte de sus pantorrillas ahora contaba con un pequeño hueco que me daba la oportunidad para liberarla más fácil. Tomándola de la base del pantalón, como si se lo estuviera subiendo, la jalé con todas mis fuerzas, apenas suficiente para arrastrarla de su miseria. Cuando ya no se encontraba hundida, avanzó a gatas torpemente hasta poder subir al auto.


            Yo me quedé a pocos centímetros de ella, viendo cómo se limpiaba el lodo y las lágrimas con sus manos blancas y heladas. Me faltaba su amiga, que estaba un poco más lejos.


            Traté de avanzar, pero me había quedado atascado. Me volteé hacia el auto, agarrándome del asiento, entre las piernas de la desdichada joven, hice empuje y logré levantarme lo suficiente. Fue una suerte para mí saber nadar, usé el pataleo como si estuviera en una alberca y logré zafarme. Cuando me sentí libre, me arrojé unos pasos más lejos, tratando de permanecer lo suficientemente cerca del carro por si resultaba nuevamente presa del barro.


            La otra joven imitó a su amiga, tendiéndome las manos, solo que ella copió mis patadas y se liberó más rápidamente. Parecía que no le preocupaba enlodarse, porque se puso totalmente bocabajo en el lodo, como si quisiera hacer figuras en esa masa espesa.


            Hice lo mismo que con la otra persona, jalé desde la base del pantalón para tener un mejor agarre y la ayudé a avanzar un poco hasta que pudo llegar a la puerta del auto, de donde se agarró para subir muy lentamente.


            Su amiga estaba en la parte de atrás, me veía con unos ojos hinchados y enlodados, una imagen decepcionante que me perseguirá por siempre.


            La que se encontraba en el lado del copiloto, aquella que acababa de ingresar, me tendió la mano y me ayudó a subir a su lado. Creo que pasé por arriba de ella por el esfuerzo que hizo al levantarme, sentí que estaba invadiendo su privacidad. Éramos una mezcla de mugre, lágrimas y emociones, ensimismados sobre nosotros dos.


            Se fue para la parte trasera, golpeándose en el trayecto y empujándome sin querer hasta casi hacerme caer de nuevo al lodo.


            Cuando finalmente estuvieron las dos a salvo y unidas, cerré la puerta para que no siguiera entrando la lluvia y el frío viento. Me di cuenta de que el auto se había hundido en ese lugar y sería imposible arrancarlo.


            Me hicieron un espacio atrás con ellas, pero preferí tratar de hacer algo desde el lugar en el que me encontraba. Puse la llave para prender el aire acondicionado y agarrar algo de calor, no me importaba acabarme la batería, solo quería que finalizara aquel día.


            Fui para la parte trasera, donde me dieron un tímido abrazo y un beso en las mejillas, como agradecimiento por mi esfuerzo. Al menos había sido de ayuda. Ninguno de los tres parecía poder hablar, teníamos un frío terrible, estábamos tan empapados y enlodados que sentíamos pesar el doble. Nos acurrucamos tiritando con lo helado de la lluvia que nos corría por el cuerpo. Era como si nos hubiéramos conocido de toda la vida y tuviéramos absoluta confianza.


            No estoy seguro si lo dije o solo lo pensé, lo último que recuerdo fue «No me siento bien». De lo que estoy seguro, es que tenía los ojos cerrados y me corrían las lágrimas que se confundían con las gotas lodosas que recorría mi cabello para caer sobre la cara.


            Cuando volví sobre mí, una grúa nos estaba arrastrando, sacándonos del fango. Los tres nos habíamos quedado dormidos, o tal vez desmayados. Una multitud estaba cerca, creí que era un sueño.


            Después de un par de días en el hospital, me llevaron una noticia que habían publicado, ahí estábamos los tres siendo rescatados por los servicios de protección civil. No me la podía creer, si hubiéramos estado quince minutos más en aquel lugar, con ese clima, habríamos desarrollado una hipotermia y no sobreviviríamos.


            No sé si le debo la vida a aquellas dos mujeres que me permitieron un poco de su calor corporal para no congelarme y sufrir una enfermedad mortal, o si fue el destino quien se apiadó de nosotros, haciendo que nuestros caminos se cruzaran para que los tres pudiéramos contar esta historia.


            Todavía sigo hospitalizado, no me encuentro del todo bien, siento mucha tos y debilidad muscular, aunque no se compara con la que tuve en aquella situación de supervivencia. Agradezco a todo el conjunto de hechos que sucedieron para permitirme estar aquí y ahora. Volver a vivir después de aquella terrible y fatídica tormenta que casi nos cuesta la existencia a los tres incautos que creyeron ser más fuertes que un fenómeno natural.





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