Escondido en un pueblo.

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Era su lugar predilecto, en donde poder esconderse de la civilización y pasar desapercibido sin que el mundo cotidiano lo pudiera encontrar. La primera vez que llegó fue por mera casualidad.


            Manejaba sin rumbo fijo por una carretera poco transitada, un letrero le llamó la atención, el nombre de la localidad se le figuró poco ortodoxo, como si no fuera una comunidad, sino algo más, le parecía el mote de algún animal. Por curiosidad, ingresó a la desviación, un sitio secundario, bastante angosto y sin gente, parecía abandonado. Se trataba de una pequeña península a orillas de un lago, el espacio era muy reducido y no permitía que la comunidad se expandiera mucho, obligados a permanecer chicos por siempre.


            Una explanada muy grande le daba la bienvenida, sumamente amplia para el tamaño del poblado, algo ridículamente enorme y sin ningún sentido. Eso sí, estaba muy bien decorado y limpio, tal vez porque aún era muy temprano y casi no había nadie por las calles. Las casas se veían tranquilas y coloquiales, muy simples, típicas de ese tipo de lugares con pocas personas, de una especie de ranchería.


            Se sentó en uno de los bancos que daba la espalda al lago, de frente se encontró un asta al que le faltaba la bandera, además de un pequeño quiosco y algunos jardines con árboles y vegetación cuidada. Probablemente era el centro del pueblo, la plaza principal empedrada. Se quedó ahí disfrutando de los rayos del sol que apenas comenzaban a calentar la superficie enfriada por la brizna del agua.


            Había personas que pasaban a lo lejos, algunos comenzaron a armar unos estantes, parecía que era día de tianguis y que se preparaban para vender artilugios de los más variados. Se levantó, esperaría a que terminaran los comerciantes.


            Compró unas galletas en una tienda que encontró y se dirigió a orillas del lago, justo por donde se había sentado en la banca. Era una vista muy bella, el lago estaba tan grande que abarcaba todo el horizonte. El malecón-plaza se encontraba a mucha altura. Tal vez había llegado en temporada baja y, cuando fuera época de lluvias, aquello debía de ser un caos. Tenía que regresar para verlo.


            Después de observar largamente la naturaleza y el reflejo del sol en las ondulantes aguas que golpeaban, como si fueran olas marinas, la base de la infraestructura humana; se alejó lamentándose de no haber encontrado peces, aunque sí vio varias lanchas que comenzaban sus rituales de redada, el sitio debía ser un lugar vivo.


            Se escabulló como un local cualquiera dentro del tianguis, para su sorpresa, estaba muy variado. Especialmente había adornos artesanales hechos con plantas parecidas a la caña, como muñequitas de llaveros, recortadas en el fondo para semejar un vestido abierto.


            Al parecer el sitio solía ser muy caluroso, porque casi no se veía la luz del sol, estaban tan bien acomodadas las lonas en el techo que formaban una especie de túnel largo, lo que le daba una sensación fresca.


            Se detuvo a comer en uno de los locales, casi no había compradores, algunos puestos todavía no terminaban de ponerse. Disfrutó de su desayuno y continuó con su aventura en las estanterías.


            Un sitio muy apacible, tranquilo y alejado de la civilización, se sentía como si hubiera salido del país, a manera de que no estuviera realmente en casa, era una sensación muy agradable. Perfecto para escabullirse de la vida citadina que carcome el alma.


            Fue una mañana muy agradable, pero debía de seguir con su destino. Regresó a su auto y se marchó, llevándose la nostalgia de ese lugar mágico.



 

Había tomado un camión, iba desesperada sin un rumbo fijo, quería huir de casa. El mar de emociones era tan grande que estaba a punto de cambiar su existencia para siempre. Pensaba en escapar, no volver ni saber de sus padres jamás. Ser alguien diferente, por fin convertirse en ella y no solo la hija de ese matrimonio.


            Tenía que hacerlo por su vida misma, no podía soportar ser un colguije decorativo que presumir. Era independiente, pero no lo querían comprender ni les importaba, se sentía una mascota atrapada en una casa, sin poder realizar algo para tener una presencia. Como si todo su tiempo se quedara en esas paredes, esperando el momento de volver a ser admirada por los que la trajeron al mundo. Se creía un pez observado desde un recipiente sin poder hacer nada, más que eso, nadar.


            Salió de su domicilio muy temprano sin avisarle a nadie, tratando de ser muy silenciosa. Caminó casi a oscuras hasta la parada de camión prácticamente vacía. No había vuelta atrás, su destino lo estaba decidiendo ahora ella y no sería víctima de las órdenes de sus padres nunca más.


            Tenía frío, miedo y angustia. En su interior se debatía un conflicto, ¿debería regresar?, ¿estaba haciendo lo correcto?, ¿tal vez lo mejor fuera dar vuelta atrás y volver a la normalidad que detestaba? Se planteó esperar un cuarto de hora, si no llegaba el autobús, regresaría antes de que su mamá se levantara.


            A los cinco minutos ya se encontraba sentada, viendo por el vidrio, con una mirada triste que trataba de fingir. El camión seguía ahí esperando, pero había pagado el pasaje, así que todo estaba decidido.


            Aún se podía arrepentir, si no arrancaba en diez minutos, se bajaría y se disculparía con el camionero por hacerle perder su tiempo con una boba como ella. Era como si el chofer pudiera escuchar sus pensamientos, en cuanto terminó de formular aquella idea, el motor se puso en marcha, dirigiéndose a su destino. Un pueblito próximo que nunca había visitado, el más cercano a su localidad, además se dedicaban a la pesca. Tal vez así sería su nueva vida, se consagraría primero al agua del lago para después irse a la mar.


            Se estaba apresurando mucho, ni siquiera era mayor de edad. No tenía forma de conseguir una lancha, es más, dudaba que a una mujer le pudieran dejar una tarea así, maldito machismo. También eso lo consideraba uno de los motivos por los que se iba de casa.


            El golpeteo del cristal contra su frente la hacía distraerse de sus pensamientos. Acababa de llover, lo notaba por el rocío que brillaba tenuemente en las plantas silvestres que crecían en los escarpados de la carretera. Tan bonita y libre la naturaleza, creciendo donde quería, con total oportunidad de hacer su vida a su gusto.


            Tal vez estaba siendo muy egoísta.


            Podría bajar en la siguiente parada y regresar, inventando una excusa a sus padres: su amiga tenía cólicos y había ido a llevarle unas toallas… no, eso no. Su padre tal vez ni lo entendería y a su mamá se le haría sospechoso. ¿Decir qué?, ¿que había salido con un chico? Eso les gustaría a ellos, que fuera como otra más de las tontas ordinarias que se enamoran de cualquiera. Todos en su pueblo eran unos inmaduros que solo buscaban lo más mundano. Un punto más para irse a la otra comunidad.


            Ser una pescadora, la primera en su clase, sería como la voladora que cruzó el Atlántico, su figura a seguir: Amelia Earhart, aunque le decía solo por el nombre, pues el apellido se le complicaba mucho.


            Las generaciones siguientes la recordarían como Sofía García, aunque todavía se debatía. ¿Podía tener un nombre artístico siendo marinera?, si era así, quería que su apellido fuera Heartland, ya habría tiempo para aprender a decirlo correctamente.


            El camionero ingresó a la pequeña localidad, esa península con el lago grande y encantador.


            Ya podía vislumbrarse en su nueva lancha, libre de las presiones de sus familiares, sin que nadie la conociera ni la obligara a hacer una vida que no quería. Tal vez algún día podía ser como el anciano necio que sale en ese cuento, ¿cómo se llamaba?, cierto: El viejo y el mar. La versión femenina, que emoción.


            Bajó con las piernas tiritando, la primera vez que estaba tan lejos de casa sin sus padres. Hacía frío y estaba sola. Nadie en el autobús la siguió, algunos todavía estaban roncando bien cobijados, ¿hacía donde iban?


            Caminó por la plaza, jugueteando con su posible futura vida sin preocupación de nada, a excepción de los fantasmas de su pasado. ¿Y si iban a buscarla?, no, no irían a ese lugar. ¿Le llamarían?, sin duda, ¿pero, qué querían?, ella ya era independiente, tenían que comprenderlo.


            El centro estaba lleno de gaviotas, pelícanos, palomas y gorriones, había muchas aves, le gustaba poder reconocerlas a todas.


            Algunos señores caminaban hacia las tiendas, las mujeres llevaban bolsas en donde cargaban la carne o las tortillas. Un momento un poco solitario, pero ya estaban comenzando a despertar de sus sueños. Excepto por un extraño sujeto que parecía divertido viendo a los pelícanos, parecía que los estaba estudiando, tal vez esperaba que terminaran de poner el tianguis.


            Se asomó al lago, lejos de ese personaje raro. Tenía que ser cautelosa ahora que era independiente, si no se cuidaba ella, ¿quién lo haría?


            Estaba muy bonito, nunca había disfrutado tanto del paisaje como en esa ocasión, lo veía con otros ojos. Sentía que se había quitado momentáneamente una venda y podía ver más colores que antes. Una impresión muy agradable.


            Las aves volaban y parloteaban a lo lejos, jugando entre ellas, zambulléndose y sacando agua, algunas se quedaban nadando o flotando mientras se bañaban con su pico. Eran muy curiosas.


            Se volteó para ir a lo que había de tianguis, miró rápidamente al personaje solitario, que parecía no prestarle atención a nada, como si fuera parte de la banca. Tal vez era un pescador y esperaba su lancha. La idea le dio risa.


            Veía como ponían los últimos puestos y le pidió a una señora si le podía ayudar.


            —Claro que sí hija. Sostenme la lona de ese lado mientras la estiro —le respondió la mercante.


            Durante el tiempo que le apoyaba, se le ocurrió que tal vez podría laborar con ella en el puesto.


            —¿Puedo trabajar para usted? —Fue su indiscreta pregunta.


            —No eres de aquí, ¿verdad? —Apenas volteó a ver a la pequeña.


            —No señora.


            —¿De dónde vienes? —La vendedora seguía colgando su puesto, para evitar que el sol les diera a los dulces que vendía.


            —De Los Naranjos.


            —Oh, aquí al lado, ¿qué te trae por el rumbo? —Hacía nudos en los tubos de metal y en las maderas. Como si fuera una tienda de campaña artesanal.


            —Quiero hacer una nueva vida. —Parecía no importarle la temeridad.


            —¿Qué edad tienes, criatura?


            —Quince, señora, ya casi dieciséis. —La vendedora, una persona alta y regordeta, la volteó a ver a los ojos, dejando de hacer sus tareas.


            —¿Tus padres saben que estás aquí? —Algo sospechaba, trató de averiguar más del tema.


            Ella no respondió, se limitó a sonrojarse y juntar las dos manos frente a sí, como si formara un columpio a la altura de su cadera. Agachó la mirada y casi llora.


            —¡Ay, hija, no te preocupes! Tus padres deben de estar muy preocupados. Quédate aquí conmigo mientras ellos llegan. —Después de una pausa, continuó la vendedora—. Ay, criaturita, que cosas me vine a encontrar el día de hoy. No te preocupes, puedes ayudarme a vender, ya me hacía falta una asistente.


            —Gracias señora. —Se secó las lágrimas que le corrían por la mejilla.


            La señora la abrazó.


            —Mira hija, ven, te enseñaré donde van los productos y me los vas acomodando. ¿Qué dices?


            —Sí, claro que sí. —Trató de hacer una sonrisa que contrastaba con su semblante malogrado.


            Fue con ella al interior del puesto para sacar unos dulces de las cajas y colocarlos en las repisas que ya estaban acomodadas.


            Mientras preparaban todo el puesto, se iban poniendo al día las dos. Al parecer había hecho una nueva amiga, le estaba agradecida de permitirle entrar en su vida y de dejarle tomar sus decisiones para crecer.



 

Cuando el sol le comenzó a calar en el cuello, se levantó y fue al tianguis.


            Ya era conocido entre los vendedores o, al menos, eso es lo que creía. Iba casi una vez cada mes, cuando quería descansar de la rutina, lo consideraba su escape. Siempre los sábados, su día favorito, sabía que en esos momentos se ponían los puestos ambulantes.


            Esta vez vio más lanchas y aves a lo lejos, probablemente había más peces en el lago. Le agradaba la tranquilidad del sitio, era como vivir en una fotografía donde no pasaba el tiempo.


            Desayunó pescado, lo que le dejó un sabor salado en el paladar, así que deambuló entre los puestos buscando un postre que le quitara esa sensación. No encontraba más que juguetes, electrodomésticos, aparatos tecnológicos de dudosa procedencia y calidad, puestos con flores, uno que vendía mascotas, ahí se detuvo un rato a ver tortugas y pececillos, pensó en comprarlos y dejarlos en libertad en el lago, pero seguramente se los comerían los pelícanos; también encontró helados, esos no se le antojaban porque el clima estaba húmedo y había nubarrones, tal vez se aproximaba una tormenta y ese era el motivo de que los animales estuvieran cerca de la costa, debieron haber llegado con las corrientes internas sin darse cuenta de que iban directo a la madriguera del lobo para ser cazados.


            En una esquina halló un puesto de dulces, se aproximó para comprar una paleta, bombones o tal vez un caramelo macizo. Estaba indeciso, tenía que ver que le apetecía.


            La joven que lo atendió había bajado del camión hace poco, parecía perdida cuando la estuvo viendo. Le sorprendió que trabajara en ese local, pues, cuando pasaba por ahí, solamente encontraba a la señora rechoncha. Igual y era su sobrina o su hija.


            —¿Qué le puedo ofrecer señor? —dijo la mujercita.


            —No sé, ando indeciso, ¿qué más tienen? —La vendedora oficial estaba de espaldas, acomodando o preparando algún dulce. Sí, en efecto, fabricaba más algodón de azúcar de color azul.


            —Mire, tenemos paletas con chile, malvaviscos, chicles, obleas… eh, ¿qué más tenemos…, señora? —Volteó a ver a la vendedora, se mostraba tímida e insegura.


            —Cacahuates, chocolates, mazapanes, algodón de azúcar, garapiñados, alegrías. Lo que guste, en menudeo y mayoreo, elija con confianza —dijo todo esto sin voltear si quiera la mirada de su obra airosa.


            —Me gustan las alegrías.


            —Claro señor, ¿quiere una? —preguntó la jovencita.


            —Por favor.


            Se fue a buscarlas, a pesar de que estaban a la vista, ella no las había encontrado. Eso no hizo más que acrecentar las sospechas de que no era de ahí.


            —Oh, aquí están, puede tomar las que quiera —explicó con confianza.


            —Gracias. —Después de pensarlo un momento, mientras levantaba el producto—. No eres de aquí, ¿verdad?


            La señora escuchó, pero no quiso intervenir. Apagó con cautela la máquina para poder oír, quería saber hacia donde se dirigía la conversación.


            —No, no señor… hum, ¿se me nota mucho?


            —Te vi bajar del camión y merodear por la plaza, como si estuvieras perdida.


            La vendedora estaba tensa, pero se mantenía firme en no entrometerse.


            —Sí, este… sí, es que no soy de aquí.


            —¿Andas perdida? —Al parecer aquel extraño sujeto era igual de indiscreto que la jovencita cuando había ido a pedir trabajo al puesto.


            Los ojos de la pequeña se le enrojecieron.


            —No… No, estoy con… con mi tía —dijo la pequeña con un tono triste.


            Él no le creía, le había dicho señor a la vendedora hace poco.


            —Mira. ¿Te gustan los cacahuates dulces? —preguntó de soslayo.


            —¿Eh? —No entendía al sujeto, una pausa y luego añadió—. Sí, sí me gustan.


            La pregunta sorprendió a la vendedora que estaba rígida, como si fingiera no estar ahí.


            —Te invito uno. No sé por qué estés pasando, pero, si estás huyendo de algo, recuerda que no estás sola. —Hizo una pausa—. Yo… bueno, yo estoy aquí solo, por decisión, pero ya estoy grande y tengo auto, así que me puedo mover con libertad.


            —Gracias señor, yo también estoy preocupada por la chica —intervino finalmente la señora—. Ella vino hace poco conmigo a buscar empleo y estoy muy preocupada, sus padres no saben en donde está.


            —¿Es cierto? ¿Pequeña, es así? —insistió aquel extraño.


            Las preguntas la acribillaban. Ella ya estaba llorando, se había llevado las manos a la cara y se ocultaba de lo que sucedía.


            —Sí. Yo no tengo problema con ella, es muy servicial y sabe cómo tratar a los clientes, pero, si sus padres no vienen, me tendrá que acompañar a mi casa. Se puede quedar conmigo, me hace falta compañía. —La señora veía con delicadeza a la mujercita.


            —Gracias, es usted muy amable. El mundo necesita de más gente como usted. —Se volteó hacía la chica—. Y para ti pequeña, digo, jovencita, no estás sola, recuérdalo. Nosotros te podemos ayudar.


            —¿Cómo? —dijo entre sollozos. No creía que aquel día fuera a ser tan difícil.


            —Te contaré un secreto —empezó a decir el extraño señor—. Este es mi pueblito, aquí vengo cuando estoy triste, dejo que todo lo malo que tengo se lo lleve la corriente del lago. Me acomodo en esa banca para ver el amanecer los sábados, disfrutando del oleaje. Me divierte ver los pelícanos y me tranquiliza saber que este sitio permanece puro, sin cambios en el tiempo. Aquí me siento seguro, es mi pequeño escondite. Nadie sabe que vengo a este lugar, ninguno me relaciona aquí, es como si fuera un ave más, un ser libre que surca por el cielo, pero, en lugar de volar, me vengo al pequeño mercadito a desayunar y a comprar artesanías. Me hace muy feliz apoyar la economía local y llevarme toda la magia del pueblito tranquilo.


            Se quedaron un rato en silencio.


            La vendedora acomodó finalmente su algodón de azúcar dentro de una bolsa y lo colocó en un madero con muchos huecos.


            —Hija —comenzó a decir la señora—, yo te estoy muy agradecida y me gusta mucho que me ayudes, pero, tus padres deben de estar preocupados.


            Ella no dijo nada, estaba sentada en el pequeño banquito, con los ojos enrojecidos y las manos en la cara.


            —Te propongo algo —dijo el extranjero—. Puede ser nuestro sitio, no tengo problema con compartirlo. Sería nuestro pequeño pueblo para escapar de la realidad, donde escondernos, ¿qué te parece?


            —Sí, sí quiero. —Apenas se escuchó entre los sollozos.


            —Nadie tiene que saber que estuviste aquí. Te podemos regresar a tu casa e inventas una excusa. —Siguió apoyando el sujeto.


            —Pero… —Se quedó a media idea.


            —Te pago el pasaje, te llevo o como gustes. Lo importante es que vuelvas a casa, con una nueva actitud, renovada. Es la magia de este lugar. Nos podemos volver a ver un sábado aquí. Te invito a mi banco y cuando esté el tianguis, puedes venir a trabajar al puesto.


            —Sí pequeña, aquí te esperaría —continuó la señora.


            —¿En serio? —Se quitó las manos que le cubrían el rostro.


            —Sí. Puedes decir que sales con tus amigas. Nos encontramos frente al lago, podemos disfrutar de las vistas, platicar de cualquier cosa, escondernos juntos de aquello de lo que no nos podemos desprender. ¿Qué dices?


            —Sí, por favor. —Fue su leve respuesta.


            —¿Te llevo a la parada del camión? —inquirió el señor.


            —No… no, gracias. Yo voy. —La jovencita dudaba.


            —Puedes ir con el señor querida, me parece que es de fiar —interpuso la vendedora.


            —¿Usted cree? —preguntó con una sonrisa.


            —Sí. Siempre lo vemos solitario en ese banco, meditando. Él no lo sabe. —Volteó a ver al señor—. Pero decimos que es un educado, a veces anda leyendo. Se ve que es muy gentil e inteligente.


            —Sí… bueno, sí, ¿me puede llevar, por favor? —Se notaba una voz tímida.


            —Claro que sí, venga, toma tus cacahuates y vamos —replicó el sujeto educado.


            —Son tu paga. El próximo sábado, aquí te espero. —La vendedora se los entregó con una sonrisa muy amplia.


            —Gracias señora. —La abrazó, soltando las últimas lágrimas—. Es usted muy amable. —Volteó a ver al señor—. ¿Usted también vendrá el siguiente sábado?


            —No pequeña, no puedo cada semana. Aunque me gustaría, no me es tan fácil escaparme sin ser visto de mi vida ordinaria.


            —Yo te completo para el camión —indicó la vendedora—, puedes decirles a tus padres que estás trabajando con mi mamá, ella vive en Los Naranjos. Le explicaré la situación y estará encantada de apoyarte. Se llama Matilde Gómez.


            —Muchas gracias a los dos. —Su cara estaba enrojecida por la mezcla de emociones.


            —Por nada, te espero la siguiente semana. —Por poco se le sale una lágrima cuando la vio alejarse después de su último abrazo. Aunque al final sí que le cayó una por la mejilla cuando nadie la miraba.


            —¿Vienes seguido? —preguntó la quinceañera cuando habían salido del tianguis.


            —Casi cada mes, es mi lugar favorito, donde me escondo —replicó mientras caminaban hacía la plaza.


            —Haré lo mismo, solo que yo estaré oculta en el local de la señora —dijo con orgullo.


            —Es algo muy lindo, poder ser libre sin que nadie te retenga, aunque sea por breves momentos.


            —Eso sí, es muy bonito. —Sentía que por fin era comprendida.


            —Si un día no alcanzo a llegar temprano, ten por seguro que iré a la dulcería para platicar con ustedes.


            —Eso me haría muy feliz. —Su voz era tierna.


            A pesar de no conocer al señor, le tomó el brazo y lo rodeó con los suyos, como si fuera una niña pequeña que tiene miedo y el contacto con su padre evitara los problemas.


            Sonrió, volvería a su vida recuperada de las emociones. Lo que tenía aquel lugar era algo único, tenía razón esa persona que lee en la banca, es un pueblo mágico y estupendo para esconderse.





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