Costumbres.

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Andaba en un festejo que se celebraba por una graduación escolar. Se dividieron en dos grupos, uno de ellos se encontraba conformado solo por varones, al principio convivían con el otro, aquel mezclado por la mayoría. Con el tiempo se fue diversificando, la separación entre equipos dejaba de ser difusa, tanto en lo físico como en las actividades.


            No supo en que momento se alejó de los suyos y se integró con el conjunto pequeño, pero fue justo cuando salieron del campus para rondar por las calles del pueblo. Se les hizo de noche mientras deambulaban de un bar a otro, tropezando de borrachos y anexando desconocidos que quisieran seguir con la parranda que parecía inagotable. Podían verlos cantando incoherencias, gritando deseos absurdos y farfullando sin conexión lógica.


            Él era de los más sobrios, andaba casi hasta atrás de todos, observando lo ridículos que eran y lo poco coordinados que se mantenían. Iba riendo mientras seguían su propia fiesta que ya no estaba relacionada a sus orígenes; chocaban entre sí y con las paredes. Como querían seguir moviéndose, a pesar de no tener un rumbo fijo, él se fue a la cabeza para orientarlos y evitar un accidente o una calamidad lamentable.


            El grupo no era el mismo que antes, se había ido deformando. Comenzó con cinco amigos solidarios, pero ahora estaba conformado casi por veinte, todos eran hombres. El guía notó que no había mujeres, así que los condujo a unas ruinas para que no fueran a causar más problemas en el pueblo. Entraron torpemente por una puerta casi derrumbada, golpeándose con el escalón del umbral y apretujándose entre sí para llegar primeros. Reunidos en el patio central de lo que alguna vez fue una hacienda. El mentor se sentó en una pared destrozada por el tiempo y la naturaleza, le quedaba perfecta como asiento, tal vez anteriormente había un hueco de ventana y por eso tenía una altura baja. Los demás lo imitaron como pudieron, tumbándose en el piso o reclinándose en los antiguos aposentos.


            Era evidente que no durarían mucho en ese estado. Él notaba que lo habían adoptado como un líder, entre un grupo de incapacitados, tanto en forma de moverse como de pensar. Eran borreguitos siguiendo un pastor. Aprovechó el momento para comprar algo con lo que entretenerlos. Les pidió a tres de ellos que fueran a juntar dinero, también encargó bebidas y algunos artículos fiesteros. Mientras esperaba su regreso, se levantó y comenzó a rondar por la hacienda, los demás se pararon y lo comenzaron a seguir torpemente. Era todo un espectáculo de circo.


            Los estuvo mareando unos minutos, haciendo tiempo de espera. Algunos se quedaban a descansar recargados en las bardas, hasta que el grupo de ebrios volvía a pasar por ahí, reuniéndose torpemente con la masa. Era como un tren inconexo de energía y vitalidad desmedida, cruzando lentamente y a tropezones por las ruinas desgastadas de la hacienda, siguiendo la maquinaria más coherente para que los lleve a algún lugar magnífico donde seguir celebrando algo que ya no prevalecía más que en su espíritu.


            Escuchó que llegaron los mensajeros que estaban internándose en los residuos hogareños, habían dejado las bebidas y botanas en el centro. También llevaban consigo unos tubos resplandecientes que compartieron alegremente con todos. Se trataban de cilindros que expulsaban confeti cuando se retorcía la base del objeto. Tuvo una idea.


            Unió a los que pudo, aglomerándolos en un espacio reducido. Una vez que estuvieron de frente, lanzó el contenido decorativo que salió despedido en un destello sonoro, bañando las cabezas de los sorprendidos y alegres fiesteros, coloreándolos con un sinfín de papeles reciclados. Todos rieron y gritaron, comenzaron su andar al patio central mientras dejaban atrás al propulsor del evento. Caminaban lentamente, agitando sus armas, en cuanto encontraban a un aliado que se había quedado rezagado, se reunían en torno a él y disparaban el confeti. Era mucha su diversión.


            Al creador de la idea se le figuró que algo se estaba creando ahí. Por la forma en que manipulaban el cilindro y lanzaban su contenido, daba la sensación de que fingían orinarse unos a otros. Como si el hecho de suponer que se hacen pipí sobre ellos, de esa manera, fuera un orgullo masculino. En cierto sentido, era una porquería, pero les causaba entretenimiento y una nueva forma de vigor en su letanía de ebriedad.


            Cuando llegaron al umbral del jardín principal, uno de los que andaban perdidos se encontró de frente al grupo, obstruyendo involuntariamente el paso. El líder que los había llevado a la hacienda aprovechó para subirse a las rocas que alguna vez fueron parte de una pared, los demás levantaron las manos al verlo arriba, esperando ser rociados con los papelitos de colores. Así sucedió, mientras aparentaba orinar confeti sobre los animados varones, pensó en lo extrañas que pueden ser algunas costumbres, no solo su inicio, sino todo el trasfondo que conlleva y lo que provoca en los implicados.

   




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