Japoneses, guerra y papas.

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Se había mudado a otro país en donde fungiría como campesino, no tenía muchos estudios, pero conocía de tierra y eso era lo importante. Su vivienda sería sencilla, quería empezar de nuevo y, que mejor manera de hacerlo que lejos de casa.


            Lo alojaron en unos vagones de tren abandonados, enfrente había un riachuelo y un gran campo seco, él lo trabajaría y viviría de la generosidad de los dueños que le permitían quedarse gratuitamente, además de proporcionarle alimentos y una paga suficiente como para comprarse algunos artículos simples, ya sea que quisiera decorar su nuevo hogar, o ahorrar lo suficiente para comprar una televisión y pasar las noches de ociosidad.


            El clima era muy distinto al de su tierra natal, hacía menos calor, especialmente junto al pequeño cuerpo de agua que le daba una brisa en las madrugadas y lo obligaba a arrebujarse completamente en sus cobijas.


            Por las mañanas solía tomar café y pasear por el campo. Quería saber todo de esa parcela para hacerla producir correctamente. Su especialidad eran las papas, así que las cultivaría en ese ambiente contrario al de los tubérculos. Todo un reto.


            Durante días estuvo arando, reconociendo y protegiendo la tierra. Lo podían ver inclinado sobre la maleza, quitándola con las manos, levantando el polvo y viéndolo caer entre los dedos, parecía que jugaba, cuando en realidad inspeccionaba la calidad de aquel suelo. Lo regaba con agua del riachuelo, a pesar de contar con mangueras, él insistía que lo mejor era usar lo natural. Le parecía extraño que el terreno estuviera tan yermo, especialmente cerca de una corriente líquida. En los alrededores se encontraban otras parcelas, en realidad eran zonas abandonadas hace mucho tiempo y con una gran cantidad de vegetación silvestre que no aportaba nada bueno al campo, al contrario, solía traer parásitos y demás bichos oportunistas.


            De las primeras actividades que realizó fue construir una especie de borde usando la pala, como si con un surco de tierra ya fuera imposible que ingresaran los insectos o los vecinos inexistentes. No tenía a casi nadie cerca, la localidad más cercana quedaba a media hora caminando, estaba prácticamente solo, en medio de ningún sitio. Por eso habían abandonado hace tanto tiempo aquel campo, nadie quería dedicarle tanto esfuerzo a un suelo que parecía que no iba a dar frutos. Para él era perfecto, iba a hacer lo que más le gustaba en un nuevo lugar, recomenzar su vida en el extranjero. Aunque no entendía el idioma y sentía que lo veían como a alguien inferior, seguía firme en ser útil a su patrón. Se comunicaba como podía y siempre mostrándose muy servicial.


            Así fue pasando el tiempo. La terriblemente seca y estéril tierra comenzó a cambiar. Con los meses ya no había un solo espacio que no hubiera sido aireado, escarbado, removido o mezclado con productos naturales. Todo lo había tocado su mano, las herramientas y el agua.


            Siempre firme, de sol a sombra durante muchas horas al día, parecía inagotable. Cuando descansaba se sentaba afuera de un vagón del tren y comía una torta, eso le recordaba a su país.


            La hija del patrón de vez en cuando lo iba a visitar para llevarle provisiones. Era quien mejor se comunicaba con el campesino, pues estaba estudiando su lengua. Les insistía a sus padres que la dejaran ir para ver si podía tener una conversación con aquel extraño sujeto, ya que gracias a sus ideas fue que le decidieron dar una oportunidad a él. Ninguno de los padres hablaba español, pero ella quería a un nativo para poder practicarlo. Después de mucha investigación, lograron dar con alguien y llevarlo a las desocupadas tierras que parecía a nadie importarle.


            El horticultor solamente usaba el vagón de tren de la izquierda para dormir, el otro era empleado de bodega. Mientras estuviera a salvo del frío y los animales, le daba igual en donde pasar la noche.


            Su habitual compañía femenina siempre le sonreía y le hacía leves reverencias, pero él se sentía cohibido y le decía que no hiciera eso, que era un simple campesino y ella no necesitaba humillarse de esa manera, menos siendo una joven tan guapa y la hija del patrón. Eso estaba mal visto, al menos, así era en su cultura de habla hispana. La muchacha se reía, pero con el tiempo lo olvidaba y lo volvía a hacer, para volver a recibir el sermón de que no era correcto. La muchacha se divertía, le parecía un señor muy simpático, sobre todo sentado ahí solo, comiendo alimentos raros para el país en el que estaban.


            —¿Quiere algo señor? —Era lo que usualmente le preguntaba la chica, fue de sus primeras frases que pudo aprender del español.


            —No, no, gracias, hija, muchas gracias, con lo que me dan es más que suficiente.


            —Sí, señor, le digo a mi papá que todo está bien.


            —Sí, pequeña. Tal vez la siguiente semana necesite un poco de fertilizante, pero ya te estaré avisando, te lo anotaré para que no olvides de cual es.


            —¡Claro que sí! —gritó felizmente, le fascinaba tener que leer en un idioma distinto.


            Cada vez eran más frecuentes las visitas de la joven, al igual que la fluidez de las pláticas, dominaba mejor el lenguaje y ahora tenían más tema de conversación.


            Le fue enseñando el noble arte de cultivar papas, los cuidados que se le deben de hacer, lo indispensable de frenado de plagas y qué se requiere para que se absorban bien los nutrientes. Le parecía una ciencia muy antigua.


            Ya no estaba del todo solo, tenía a la mujercita que iba casi a diario cuando contaba con tiempo libre, se había convertido en su asistente leal. Con el tiempo, ella podría dedicarse a estas tierras y cultivarlas con total perfección, él ya no sería necesario, pero mientras fuera de utilidad, seguiría esforzándose.


            Una tarde llegó el padre de la joven, es decir, el patrón del campesino; iba acompañado de su hija. El japones tenía una cara muy seria. Al principio no hablaron directamente con él, que los veía desde una ventana de su vagón, estaban sentados en una roca donde a veces descansaba el trabajador; platicaban intensamente, no los podía entender al desconocer el idioma. Después se acercaron y tocaron a su puerta, ella tenía un semblante muy triste y de preocupación. Sintió que había terminado, que ya no lo querrían ahí y que lo despedirían para irse de su tierra prometida, su pequeño paraíso natural.


            —Mi papá quiere pedirte algo.


            —Sí, hija, claro, lo que quieran. —Casi lloraba de tristeza. Estaba conmovido con esa familia y eternamente agradecido.


            —Se acerca la guerra. —Se le quebró la voz.


            —¡¿Qué?!


            —Sí, nuestro país está en guerra desde hace dos semanas, mi familia tiene miedo y quieren saber si se pueden quedar en el vagón.    


            —¡Por supuesto!, oh, que terrible, ¿por qué?


            —No sabemos, pero corremos peligro en la ciudad, queremos vivir aquí, pero mis padres no saben cómo es estar en el campo, así que quieren que nos ayude.


            —¡Por supuesto, hija mía!, lo que quieran, es su casa, entren con confianza.


            —Gracias, nos mudaremos en la semana al vagón de al lado. Tendremos más tiempo para estar contigo, de hecho, queremos pedirte muchos favores.


            —¡Cuenten conmigo!, cualquier cosa, claro, pídanmelo con confianza, soy de la familia, lo que sea, estoy para ayudar. —Su sonrisa hizo que las lágrimas de la joven dejaran de fluir.


            —Queremos que nos cuides. Que seas nuestro escudo.


            —Considérenlo hecho. —No estaba seguro de lo que le estaban pidiendo.


            —Nosotros trataremos de pasar desapercibidos. Tú serás nuestros ojos, si alguien se acerca, nos esconderemos, si necesitamos provisiones, irás al pueblo por ellas, te enseñaremos a comunicarte lo suficiente para que puedas ir por nosotros; si preguntan por la familia, diles que salimos del país, no podemos hacerlo, no contamos con los recursos, por eso buscamos ocultarnos.


            La mirada del campesino era de gratitud, estaba sorprendido de lo mucho que había crecido la joven y de la confianza depositada en él.


            El patrón los veía desde la distancia, sin comprender del todo, pero con una cara de preocupación y esperanza. Eso le llegó al corazón y sintió un terrible dolor por aquel sufrimiento innecesario de la guerra.


            —Si se acerca el enemigo —continuó la joven—, te verán como a un extranjero perdido que vive en unos vagones abandonados y cultiva papas, si te preguntan cualquier cosa, estás solo, no nos has visto, te metiste al lugar porque lo encontraste vacío y por la guerra no has podido abandonar el país.


            —Sí, comprendo. —Le dieron ganas de abrazar a la pequeña y a su padre.


            —Lamento mucho todo esto. —Se soltó llorando la muchacha.


            —Yo también, hija, oh, lo siento mucho. —La abrazó con fuerza, a pesar de no ser bien vista esa actitud en ese país, no le importó, le pareció lo más correcto, aunque el padre los estuviera viendo. Le sorprendió encontrar una mirada de gratitud en su patrón, no era de desprecio como esperaba, sino de esperanza, de una segunda vida prometida, justo como se la habían brindado a él. Ahora le tocaba retribuir todos sus esfuerzos con aquella familia y lo haría con la mejor de las actitudes.

  




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