Acampando en el centro comercial.

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El centro comercial requiere de muchos cuidados, especialmente de noche. Es como un hogar en varios aspectos; solo que mayor y para más personas, generalmente desconocidos que disfrutan de ese sitio que tanto nos esforzamos por mantener agradable.


            Durante el día no hay mayor problema, siempre con mucha energía de los compradores y curiosos que vienen a pasar buenos ratos en las instalaciones.


            Pareciera que existen varios tipos de personas dentro del recinto entero, cada uno de ellos aporta algo a la belleza en general.


            Los primeros son los clientes, todos ajenos a los establecimientos. Esporádicos y efímeros. Algunos pueden regresar en varias ocasiones, otros solo andan pasando y no regresan jamás, pero dejan una pequeña huella por el simple hecho de haber estado presentes. El hacer uso del lugar, aunque sirva como un andador, ayuda a que se cumpla su misión: ser un aporte a la sociedad; a pesar de que no se haya recaudado dinero, sino simplemente funja como acceso peatonal, un lugar público para los viajantes ocasionales.


            Luego vienen los trabajadores, aquellos que emplean tantas horas de su vida en darle marcha al motor económico del centro comercial, siendo una piedra angular para que continúe con su existencia. Muchos podrían decir que en este segundo grupo existen únicamente vendedores, pero eso es falso, también hay otro tipo de participantes laborales como los repartidores, guardias, administradores, cocineros, mercadeo y muchas disciplinas más, que, aunque parezca invisible su esfuerzo, especialmente para los clientes, son esenciales para que todo siga funcionando en una marcha rítmica que minimiza los errores y permite las transacciones entre grupos.


            Puede parecer imposible, pero hay un tercer grupo, aquel que es incognito para todos. No son trabajadores ni clientes. Tampoco es que sean controladores, dueños o tengan algún poder directo sobre los locales comerciales, para nada, todos ellos pertenecen a los dos conjuntos anteriores. Hablamos entonces de aquellas personas con otros intereses, en convertir un centro económico en un hogar, ¿cómo es eso? Para muchos no tendría sentido. Un lugar, donde las personas van a generar ganancias o a comprar algo, no puede ser una casa.


            Este equipo secreto parece ser únicamente conocido por los guardias de seguridad y algunos pocos más. Funcionan solo de noche y en centros comerciales demasiado grandes, de esos en los que uno se puede perder. La acción que realizan es darle una vida digna al recinto y a cada uno de los locales, permitirles respirar como un poblado y no como meras estructuras comerciales. Eso les proporciona un valor que pocos perciben, pero que es fundamental a la larga, accediendo a la prosperidad y eficacia, especialmente en los aspectos mentales de la gente. Después de todo, es un sitio antropológico.


            ¿Cómo es esto? Tenemos la anécdota de uno de los abnegados que se unió a este espacio, dejando atrás sus rutinas por el bien de la comunidad. No cualquiera lo puede hacer y requiere de muchos sacrificios, pero, ¿lo vale? Al parecer sí, júzguenlo ustedes mismos.

 



 

Estaba triste, así que fui a un centro comercial para ver si se me contagiaba un poco de la alegría de los transeúntes, pero no funcionaba. Envidiaba lo que no podía tener.


            Decidí resistir, permanecer ahí a pesar de que mi cuerpo se quería ir, enajenado a quedarme hasta el último momento, ver si con el tiempo algo funcionaba, ya sea que me aburriera de mi desdicha y me convenciera a mí mismo de que era parte del montón. Al menos sentir que era como aquella pareja que sale riendo del escaparate de regalos, o los amigos burlándose antes de ir al cine. Quería un poco de los otros, observando sus vidas tal vez podía tener una salpicadura de eso que no poseía.


            El cansancio comenzaba a mermar en mí. En lugar de obtener más energía de los clientes, parecía que me la absorbían. De ratos me daba cuenta de que cabeceaba y pestañeaba. Estaba avergonzado, pero, como venía solo y nadie se fijaba en mí, seguí esperando a que me llegaran las emociones ajenas sin importar lo demás.


            En una de esas ocasiones casi me caigo de la banca en la que estaba. El agotamiento se había apoderado de mí por unos segundos y mi cuerpo le estaba haciendo caso. Abrí los ojos rápidamente, un grupo de amigas se estaba burlando de lo que me sucedió, pude percibir que una de ellas se sonrojó apenada, tal vez creyó que me habían dejado plantado, puesto que estaba fuera de un local de regalos amorosos y parecía que esperaba a alguien.


            Después de que se marcharan fui al baño, me lavé la cara y regresé a mi anterior lugar un poco más despierto ahora, pero no lo suficiente, porque me dormí a los pocos minutos. Era de noche y estaba extenuado por esperar, era curioso que la inactividad pueda ser tan desgastadora como una acción vigorizante.


            Desperté, quizá habían pasado unos minutos, pero el entorno me decía que no. Miré mi celular, ya pasaba la hora de cerrar. Me levanté velozmente. El centro estaba iluminado por completo, pero vacío, no había gente y los negocios estaban cerrados. ¡Era como si me hubieran abandonado y olvidado!


            Con mi desgracia y totalmente alerta, caminé a la salida, no sabía si corría o simplemente iba rápido. Lo importante es que llegué, después de algunos minutos, puesto que el lugar era enorme. La puerta cerrada. Me sentí todavía más desdichado, en lugar de que se me quitara la tristeza, ahora estaba peor.


            Anduve por los pasillos, contaba con cara de miedo, buscaba algún guardia de seguridad o alguien con quien hablar y poder salir de ahí. Era como un objeto olvidado en una banca, parecía que al mundo no le importaba. Tenía ganas de llorar y mucha desesperación, pero, oh, fortuna de la vida, toda la desgracia que pude tener se convirtió en una nueva oportunidad, otra vida con la que poder sentirme dichoso, un sitio al que pertenecía.


            Cuando llegué a una intercepción de cuatro caminos, me encontré con una isla local en uno de los pasillos, también contaba con bancas y decoraciones en los laterales, pero pegada a su izquierda se encontraba, nada más y nada menos que, ¡una tienda de campaña!


            ¿Quién lo podría decir?, había algo nuevo en la noche, un lugar donde pernoctar. Tímidamente me acerqué, quería ver si era del guardia, pues así lo suponía, pero no había nadie. Me sentí ridículo e incrédulo, ¿qué hacía algo como eso a mitad de un pasillo?, era evidente que no estaba ahí en la tarde, pues la habría notado. Tal vez la habían puesto para el vigilante y en ese momento estaba haciendo un rondín, seguramente no tardaría en regresar para descansar un rato.


            Esperé en una de las bancas. Seguía alerta y no tenía nada del sueño que se había apoderado de mí hace horas. Era como un pequeño niño esperando a su mamá que había ido a comprar ropa.


            Sin ápice de nadie. Los escaparates brillaban por su abandonada estancia. Los maniquíes parecían moverse y burlarse de mí, o, al menos platicar entre ellos y disfrutar de su momento de vida, como si por fin pudieran hacer sus actividades en la hora en la que eran libres y no unas meras piezas decorativas, sentía que habían absorbido la energía de las personas y ahora la estaban usando para sus movimientos, simulando la rutina diurna de la gente, solo que en la noche, para no dejar ni un momento de letargo en ese lugar.


            Escuché risas a lo lejos, volteé asustado. Eran niños jugando, ¡unos pequeños corriendo! No podría decir si estaba delirando, alucinando o simplemente me había vuelto loco. Tal vez estuviera dormido. No, no lo estaba.


            Dos mujeres salieron de uno de los locales, iban platicando alegremente mientras los chiquillos corrían con total libertad, como si se encontraran a medio día en un campo abierto. Me quedé petrificado, no sabía si moverme, huir, acercarme o siquiera respirar.


            Una de ellas me vio y se lo indicó a su compañera, ambas se acercaron lentamente hacia mí, era como si estuvieran caminando en medio de una calle y llegaran al lugar donde hay un pequeño perro con frío que busca un hogar. ¡Fue justo lo que me dieron!


            —¿Estás perdido? —dijo una de ellas.


            —S-sí —respondí con cautela, muy tímidamente, apenas perceptible.


            —Oh, muchacho, no te preocupes, estás en tu casa, no pasa nada.


            —Así es, jovencito, no tienes de que preocuparte. ¿Tienes hambre? —dijo la otra señora.


            —No.


            —Ven, vamos, demos un paseo.


            Mis piernas desobedecían. No estaba seguro si eran demonios que venían por mi alma y me iban a llevar al infierno, pensaba cada tontería y mil cosas a la vez. Me sentía muy ridículo.


            —Anda, no te preocupes. No somos peligrosas.


            —Ven Miguel —gritó una de ellas.


            Uno de los infantes se acercó riendo. Se notaba sudor en su frente de tanto estar corriendo.


            —Ve a jugar con Tommy a ese lado.


            —Sí, mamá. —Sonrió sin voltear a ver al extraño. Se alejó corriendo con un juguete de trenecito en las manos.


            —Al rato venimos, vamos a darle la bienvenida al joven.


            —¿Cómo te llamas, muchacho? —me cuestionó una de ellas.


            —Lucas, señora.


            —Venga, vamos. Yo soy Laura.


            —Y yo María.


            —¿Qué hora es? —Fue la absurda pregunta que pude hacer, era lo último que me interesaba saber.


            —Pasa de medianoche. No hay nadie aquí, más que nosotras y el guardia.


            —Se llama Juan, es muy amable el señor.


            —¿Son guardias ustedes? —dije automáticamente.


            —No, somos hogareñas, le damos vida al centro comercial.


            —¿Vida?


            —Claro, venga, ponte de pie, muchacho, para que te desentumas.


            Me levanté como pude, me temblaban las piernas. Comenzamos a caminar sin rumbo aparente.


            —Vamos por una casa de campaña.


            —¿A esta hora?


            —Sí, joven, tenemos llaves de todos los negocios.


            —Eso… ¿no sería robo?


            —No, pequeño, usamos lo imprescindible y nunca abusamos. Los dueños están de acuerdo y sé que les gustará tener a un nuevo inquilino.


            —¿Dueños?


            —Sí, chico, los de los locales.


            —¿Cómo?


            —Mira, nosotros habitamos aquí.


            —Sí, muchacho, aquí dormimos, es nuestra morada. En el día es un centro comercial lleno de vida y de gente, pero en la noche es nuestro espacio. Nosotras le damos calor, como lo hace una familia en una casa…


            —Para convertirlo en un hogar —terminó la frase su compañera.


            —¿Te imaginas lo frustrante que sería este lugar si no tuviera calor humano? Me refiero, no solo en la tarde para su uso, sino también en la noche. Necesita de cuidados humanos, de sentirse querido.


            No podía determinar si hablaban de cuidar al lugar como si tuviera conciencia, pero no quise intervenir.


            —Nosotras lo habitamos, le damos cariño, lo cuidamos y abonamos con todo lo necesario para que siga cumpliendo su función.


            —No solo son los guardias los que mantienen el sitio seguro, es decir, también necesita gente que esté al pendiente de los detalles, eso no lo hacen los vigilantes, ellos resguardan el sitio de personas no autorizadas.


            —Robos —dije sin pensar.


            —Sí, eso es, pero, ¿y si hay una grieta, una muesca de algo que deteriore el lugar, un detalle que demuestre falta de mantenimiento? No a todos les importa y lo dejan para después. Hacer una remodelación a gran escala a cabo de muchos años, si es que el centro comercial sobrevive a tanto tiempo, es lo que muchos hacen. Es necesaria la constancia para mantener sano un inmueble.


            —¿Ustedes viven aquí?


            —Nosotras dormimos aquí. Tenemos nuestras casas y venimos aquí de campamento. No solo estamos nosotras dos y nuestros hijos, somos muchos que procuramos el bien de los demás.


            —Darle una vida al lugar, no solo para nosotras, sino para la sociedad.


            —¿Acampando?


            —No solo eso, sino que, cuidando, apoyando, dándole calor humano. No es tan fácil de explicar. Digamos, no abandonamos el sitio como si fuera una simple construcción esperando ser usada una y otra vez sin preocuparse por nada más.


            —Muchos sitios comienzan a deteriorarse de esa forma. Lo dejan a un lado, lo usan cuando quieren y no le dan mantenimiento en los detalles que parecen sin importancia, a la larga todo eso se junta. Al final optan por hacer algo nuevo y dejar morir un sitio que tanto bien le da a la humanidad.


            —Digamos que hacemos del centro comercial un hogar. Por las noches nos paseamos por sus lugares, platicamos, tomamos café, jugamos, vemos los locales y disfrutamos de todas sus actividades como si estuvieran abiertas al público. Le damos su espacio, pero con respeto. Lo cuidamos del abandono.


            —Y al parecer aquí estás. Esta noche puedes acampar con nosotras. No importa si te duermes todo el tiempo que quieras, lo relevante es que estés aquí, dándole respiración al lugar, sin dejarlo solo o abandonado al yermo. Es esencial darle su espacio.


            —Creo que lo entiendo.


            —No todos lo pueden aceptar. Por fortuna, después de muchos años, fuimos aceptados a pesar de que parezcamos clandestinos y trabajemos, por así decirlo, en el anonimato y sin paga. Gozamos de crear una comunidad que no se percibe a simple vista, pero que la gente disfruta durante su transcurso por estos sitios.


            Entramos al supermercado. Ellas tenían un grupo de llaves bastante grande, parecía que tenían total poder, no solo del lugar, sino también de ellas mismas al no hacer uso de nada más que de lo indispensable, sin avaricia, siempre con acato.


            Elegí una tienda de campaña verde. Ellas la anotaron y le enviaron la información por celular a alguien, sospecho que fue al dueño o al gerente.


            Me acompañaron al sitio que elegí para montar mi pequeño sitio de descanso, justo frente a su casa de campaña, solo que cruzando la intercepción de los pasillos. Me dejaron solo y se fueron por sus hijos.


            Terminé de armar todo y estaba listo para dormir, no sin antes poner mi alarma, pues temprano nos tenemos que ir, ya que la gente hará uso del lugar que avivo con mi esencia humana.


            Sentado en una banca, viendo las dos casas de campaña, la de ellas y la mía. De frente, en la isla, pude observar que estaba una máquina de café. Cuando regresaron pregunté si podía servirme. Ellas afirmaron y muy amablemente me cedieron la llave del sitio. Como estaba más cerca, sería el encargado de ese lugar. Me sentí muy importante.


            Se fueron a su sitio, mientras sus pequeños jugaban. Pude ver como más tarde los arropaban para dormir y ellas se sentaban a la distancia, para platicar de sus vidas.


            Yo estoy aquí, escribiendo esto, mientras tomo un café cargado y disfruto de una vivienda, un lugar para mí. Por fin se me ha ido la tristeza, lo he logrado, me he vuelto a sentir alegre. Ellas no solo le dan un respiro al centro comercial, también lo han hecho conmigo y les estoy muy agradecido.


            Más tarde me iré a dormir. Regresaré otra noche, pues también quiero contribuir al cuidado y respeto de un sitio importante, aunque no me agradezcan por mis esfuerzos, sé que el recinto es un lugar mejor gracias a nosotros.


            Estoy más despierto y feliz aquí sentado, en la soledad, tomando mi café y creando un hogar.


            Me encuentro alegre de ser uno de los que están acampando en el centro comercial.

 




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